1
Venecia siempre está bajo acecho. Es una ciudad sitiada. Recuerdo vagamente la historia de una fotógrafa que durante días persiguió por sus calles a un señor con un sombrero, tomándole retratos a sus espaldas. No sé si el señor la confrontó. Creo que sí. Venecia siempre está sitiada y como al borde de sucumbir: a la peste, a las aguas, a sí misma. Mirar puede ser mortal. Te puede reventar el corazón como le pasó al escritor en la novela de Thomas Mann. Se obsesionó con Tadzio y el cólera le destrozó las vísceras. La justicia divina. Truenan címbalos de Mahler.
2
Voy a Venecia, al carnaval. Es una fría mañana de enero y las campiñas emilianas duermen mientras leo Estambul, de Orhan Pamuk, biografía de otra joya de ciudad. La luz cae tenue afuera del tren, canalizada a través de un embudo de nubes bajas y colgantes. Un halcón en una cerca, en testimonio mudo, espera a que los conejos salten sobre un descampado de Padua. Los dominios de Giotto pasan zumbando. Ni rastro de su azul lapislázuli. Tonos ocres, en vez. Sombras de siena quemado. Una liebre despliega sus orejas con la rapidez de un relámpago pero el destello basta para traicionarla. Cómo nos delatan los nervios, cómo siguen retorciéndose incluso cuando una cosa viva ya no es más que una cosa tibia y aturdida. Así empieza este día: no con el canto de un gallo sino bajo las garras de un halcón.
Si es un presagio lo ignoro. Hoy estoy feliz, soy carne de carnaval.
3
Cierro el libro de Pamuk y lo guardo en la tote. No sería exagerado decir que Venecia bruñó su preciosura a costa de Bizancio. Emuló a la urbe matriz hasta que la doblegó. En su albor fue menos que diamante en bruto: una ciénaga palúdica, de casas en pilotes, mortificada por zancudos carniceros. Mientras el tren cruzaba la laguna, me fijé en los barcos de madera que pescaban anguilas en la marasma, e hice un esfuerzo en transportarlos nueve siglos atrás, a una mañana en que la laguna hervía con naves de los ocho vientos de la mare mágnum y las galeras de Enrico Dandolo agitaban las aguas, preñadas con botín de la Cuarta Cruzada. Ciego, avaro, con noventa años cumplidos, el dogo Dandolo lideró al ejército cruzado hasta las puertas de Constantinopla, luego de arrasar con Zara en la costa de Dalmacia y ganarse el anatema del Papa. Había partido con ínfulas de recuperar Jerusalén, pero su objetivo era otro, según lenguas viperinas. Involucrándose en las luchas intestinas de Bizancio, cuyo emperador, por furbo y católico, le guardaba recelo, Dandolo apostó al pretendiente Alexios Ángelos, a quién instaló en el trono luego de un sitio brutal, que duró menos de un mes. Cuando éste se negó a pagar sus deudas, y acabó asesinado por otro pretendiente, el dogo convenció a las huestes de saquear la ciudad. Fue una masacre. Dandolo entró a Constantinopla en la primavera de 1204 como un soplo de mala saña, con la pericia del diablo, que más sabe por viejo que por diablo, y cumplida la obligada compunción al dilapidar mayorísima ciudad cristiana se enjuagó las lágrimas de cocodrilo y orquestó la partición de bienes. A Venecia se llevó un trozo de la Cruz, un poco de sangre de Cristo, el brazo de San Jorge y un pedazo de la cabeza del Bautista. Se llevó, además, los cuatro caballos de bronce que adornaban el Hipódromo, al igual que la estatua de pórfido de los cuatro tetrarcas, que al sol de hoy sigue incrustada a la fachada de la basílica de San Marcos, cuatro hombres abrazados de par en par, rajadas sus narices, la mano derecha posada sobre el pomo de la espada, los ojos en trance ante la multitud.
Cuántos carnavales, pensé, habrán desfilado por esos ojos, espirales truncos semejantes al sol que era una calcomanía pegada a la pizarra del cielo. Seguramente la niebla llegaría pronto, opacándolo todo. Mas por el momento, al detenerse el tren en el binario cuatro de la Stazione Santa Lucia, los antifaces permanecían adheridos a sus cuerpos, y no eran muecas de gato Cheshire levitando en un espesor gris.
4
Anhelo esa niebla, sin embargo. De pie en las escalinatas, colocándome los guantes, el aire frío me acompaña como una nube que se expande o contrae según el compás de mi respiración. Balbuceo «no, grazie» al vendedor que me ofrece cherembecos y quisiera que la nube se desenganchara de mí, que cubriese al Gran Canal, al puente que bulle con mares de gente. Es la Venecia que prefiero, la que retumba en los anales de mi cabeza: helada y mercurial.
El vaporetto a Rialto estaba atestado. Parecía una lata de sardinas cimbreada por las olas. Busco la canción de Radiohead correspondiente a la descripción. Me pongo los audífonos. Decido caminar. No pensaba disfrazarme, pero me asalta la impresión de estar desnudo ante la multitud. En un chino de la Calle San Leonardo intento encontrar un disfraz. Me decido por una máscara de plástico, en imitación a la moretta. Es un círculo perfecto, azabache, con dos tajos donde van los ojos y otros dos para la nariz. Me parecía curiosa esa máscara (en realidad me daba mal rollo) desde que vi un cuadro de Pietro Longhi en que aparece un cortejo carnavalesco del siglo XVIII rodeando a un rinoceronte, como si lo pensaran sacrificar.
Una de las mujeres llevaba puesta la máscara. El cuadro me recordó a una fiesta u orgía de Kubrick. O sea: a algo que acaba muy mal. Por el morbo, la compré. Compré además, en un pulguero del Cannaregio, una reproducción del mapa de la ciudad hecho por Jacopo de’ Barbari en 1500.
Hay, a los márgenes del mapa, ocho vientos transfigurados en cabezas de hombre, y es el postrero de estos vientos, proveniente del sudeste, cual determina los azares de Venecia. El sirocco, que cada otoño lanza la arena del Sahara sobre los automóviles de Roma —así lo inmortalizó Caetano Veloso— se ensaña en el Adriático con furia particular. Cuando la luna está llena, el sirocco sopla contra marea y los canales se desbordan. L’acqua alta es un fenómeno al que los venecianos están tan acostumbrados que la última vez que vine, era el único comensal de un restaurante maravillado ante los meseros que chapaleaban entre las mesas con sus botas color patito hule, y no comí en paz pendiente a que mi abrigo colgado en la percha no cayera en las aguas que nos rodeaban.
Caminando entre la multitud admito que extrañé la ciudad inundada y vacía, la resonancia submarina de mis botas en aquel espejo en cual los capiteles y domos cumplían su sueño, su promesa etérea en la marea pestilente. Era piedra que soñaba ser como la espuma, pero hasta lo ligero paga un precio: su belleza peligra, carga el sino de la impermanencia; piedra aún y no polvo, mas piedra gastada por el abuso de sus admiradores, que la sometía a hazañas multitudinarias, hazañas que en vez de halagar ciertamente le pesaban, pues debía soportarlas como una bestia de carga.
5
Para tiempos de Dandolo el carnaval ya era infame. Se prendían fogatas en las plazas, se insultaba libremente a los vecinos, se lanzaba huevos a los extraños y rosas al gondolero fúnebre que timoneaba a los difuntos. Ante una ola de crimen, un edicto del siglo XIV prohibió el uso de máscaras fuera de las festividades; otro, del siglo XV, que se travistieran los hombres para que no se colaran en los conventos de monjas. Un relato de Boccaccio, en la cuarta jornada del Decameron, es reflejo de la irreverencia y destemplanza venecianas. Va de un fraile llamado Alberto, que quiere seducir una mujer casada. Un día, mientras la confiesa, le anuncia que la visitará el arcángel Gabriel. Lisetta, que está aburridísima, y de quién Boccaccio (consabido misógino) habla pestes pero quizá es más avispada de lo que ambos piensan, responde ¿sí?, no me lo creo, qué emoción (porque el fraile estaba bueno). Esa noche Alberto escaló la ventana del cuarto de Lisetta, vestido con unas grandes alas de cartón. Les pegó plumas de gallina para darles un dejo de verosimilitud. Se hicieron amantes.
Puede que Lisetta se haya hastiado del tipo. Puede que se haya hastiado del tipo y por eso una mañana en el mercado le comenta a su amiga, la más bochinchera, que igual que a la Virgen María, en las noches la visita el arcángel Gabriel. Madonna!, exclamó la amiga. Y cómo la tienen los ángeles, quiso saber, entornando los ojos. ¿Las alas?, preguntó Lisetta. Nena, no. Il cazzo. Grande. ¡Grande! Pero es más trinco que un mueble, respondió Lisetta. Ah, dijo la amiga, cabizbaja. El chisme corrió como pólvora y llegó hasta oídos de los cuñados de Lisetta, que decidieron probar si era cierto que el arcángel podía volar.
Corte a Alberto desvistiéndose en la alcoba y tres golpes bien sonados a la puerta. Corte a Lisetta susurrando Via!! y Alberto saltando por la ventana. Corte a la cimitarra de la luna mientras, en el silencio de la noche, se oyen las brazadas de un hombre cruzando el Gran Canal. Corte a la puerta abriéndose y detrás, las cabezas de los cuñados. Corte a las alas tiradas en el suelo y una sola pluma flotando sobre la cama. Corte.
6
Leo, subrayado en rojo, en un paperback de Roger Crowley que algún turista olvidó en un café de la Strada Nova: «Venice’s hold on the material world was fragile; it lived with impermanence. It was against such forces that people felt their vulnerability and made sacrificial offerings.»
7
Un perfume de higo me persigue hasta Rialto. Es una nota fuera de tiempo, fuera de espacio y estación, más adecuada para una terraza amalfitana a la sombra de limoneros que para estas islas norteñas, fragantes a algas marinas. Un olor puro, punzante, platónico, pensé, recordando que el filósofo solía coser higos a los pliegues de su túnica para ahuyentar las pestes del ágora. Pero ese olor comenzó a perturbarme. Cruzaba puentes, callejuelas y seguía en mis narices (¿Dyptique? ¿Profumum Roma?). No podía precisar de donde venía, pero era la estela más palpable de algo que sentía en la nuca, imperceptible por los otros sentidos. Alguien me seguía. Alguien —shadowboxer!— copiaba mis pasos.
Decía Deleuze que es por velocidad y lentitud que uno se desliza entre las cosas, que uno conecta con otra. Nunca se empieza, nunca se hace tabula rasa: uno se inmiscuye, entra por el medio; uno impone o se acomoda a ritmos. Con semejantes intenciones llegué al Gran Canal, al pie de la Fontega dei Tedeschi, donde el gentío era una masa compacta acordonada por los carabinieri. Quería colarme, inconspicuamente. Quería ser invisible, aclimatarme a los ritmos de la masa. Todos los ojos se posaban sobre el agua. Cientas de góndolas, sus remeros ataviados con los disfraces más diversos, bamboleaban ante nosotros. A la cabeza, liderando la regata, en una barcaza de madera, ¡ahí estaba! Una gran rata de papel maché flotando en la sombra del Ponte Rialto. Le llamaban la Pantegana. Era maciza y nariguda, con una cola de zarigüeya enroscada a babor y ojos atizados bajo las cejas de villano. Me quité los guantes con los dientes y los guardé en el bolsillo de la chaqueta, para así tirar fotos. La máscara permaneció en su sitio: no obstruía la visión.
La masa puede más que el individuo. Inmerso en el gentío la memoria del perfume se disolvió, difuminado entre otros olores. Éramos un solo cuerpo sumido en el silencio de la anticipación. A los pocos minutos, el hombre en la barcaza entonó un conteo regresivo, dieron las doce en punto, y con un chillido espantoso la rata explotó por los aires en un tumulto de confeti y globos de colores, cientos de globos alzándose al cielo con rapidez alarmante, allá donde doblaban las campanas y no alcanzaban nuestros vítores. El carnaval había comenzado. Me sentí sosegado. Testigo de una expiación. Sólo después, cayendo la tarde, percaté que había perdido los guantes.
8
Cuando la rata estalló por los aires el cielo, de un azul cerúleo, se volvió mercurial. Pronto se resquebrajó en lluvias esporádicas que dispersaron al público. Con ellas, llegó la niebla. Llegó en dirección de San Michele, desde cual, como los carceleros de la muerte, hombres con capas ondeantes remaban de vuelta a las islas de los vivos. Atrás dejaban los cipreses del cementerio, la tumba de Pound y Stravinsky, empujados por vientos catabáticos. Sus máscaras festivas desentonaban entre todo ese gris, al igual que sus risas obscenas, retumbando sobre el agua como un montón de piedras. Al pasar bajo el Ponte dei Mendicanti uno de los hombres —antifaz Orville Peck, peluca Raffaella Carrà— se bajó los pantalones al compás de «Rumore». Bailaba con poca gracia pero tenía un culazo divino, de jugador de rugby.
Años atrás, en Mardi Gras, había visto cómo hombres ágiles trepaban seis, doce pies sobre los techos de casas y carros, sobre las tumbas del cementerio St. Louis No. 2 en Nueva Orleans, bailando ante los muertos, presumiendo su vigor y juventud con arrogancia, mientras la orquesta de un funeral de jazz fulguraba bajo el sol. Si alguna vez tuve dudas de que existían los milagros se disiparon en aquel instante. Pensé en Lorrie Moore pensando en el cuerpo, «en lo espléndido que es el cuerpo cuando baila. En su desdén ostentoso». Una cosa tan sencilla: ese era el misterio, el motivo de tanto ritual. «Así es como nos ofrecemos», escribió Moore, «entramos en el cielo, entramos en el lenguaje: hablamos con el movimiento, en el espacio. Así es como la vida ha transcurrido por aquí hasta ahora; es todo lo que se ha podido hacer: este cuerpo, ese cuerpo, aquel cuerpo.
Entonces, Cielo, ¿qué opinas? ¿Qué mierda opinas?»
9
El frío me tira de mis pensamientos. Perdidos mis guantes, camino por la Fondamenta dei Mendicanti, las manos hundidas en los bolsilllos de la chaqueta. La niebla recrudecía, limitando el campo de visión a lo inmediato. Al otro lado del canal apenas veía las góndolas encalladas en el astillero de Squero Vecio. Saco una mano del bolsillo y trazo mis dedos por la pared áspera del Ospedale Santi Giovanni e Paolo. Pronto se hace mármol: a la izquierda, conjurada bajo mi tacto, aparece la imponente fachada de la Scuola Grande di San Marco, como un enorme bizcocho de bodas envuelto en el velo de una novia deprimida.
Era el tipo de niebla que aturde los sentidos, desestabiliza la tercera dimensión. El tipo de niebla que te vuelve sombrío, agudiza la vaga sensación de pánico al oír, tras de ti, pasos ajenos contra el pavimento. Expulsada por el torbellino del carnaval, la gente trastabillaba a través del Campo Santi Giovanni e Paolo. Cruzo la plaza y acelero el paso, hacia los callejones traseros de la basílica. Cuando me siento en la terraza de un bar en el Campo Santa Maria Formosa la niebla clarea, momentáneamente. Pido un espresso y un vaso de agua mineral. El mesero regresa a los pocos minutos. Me quito la máscara, para beber el café, y mientras la sujeto en mis manos siento, de repente, un olor punzante, familiar.
Lo veo al fin, con el rabillo del ojo. Está sentado a mis espaldas, lateral a mí, en una posición desde la cual me puede observar claramente, pero yo no a él. El periódico le tapa la cara, una máscara improvisada. Por encima del periódico se asoma su cabello grifo. Tiene las piernas cruzadas y calza unas zapatillas Converse blancas con medias de rayas verdes, que contrastan con su chaqueta negra y pantalón de pana. Qué curioso, pienso, viste idéntico a mí. Sus dedos sujetan los bordes del periódico con firmeza, parecen las orejas de un conejo pasmado en el acto de espionaje —una erguida, la otra caída— y percibo, con creciente ansiedad, que lleva puestos los mismos guantes que había yo perdido.
Una esquina del periódico cae. Sentí el terror nítido de reconocerme fuera del espejo. Fue un hipo, un temblor desasosegado, pero basta para clavarme en la silla y girar la cabeza antes que el periódico lo destape por completo.
Sé que se marcha cuando la estela del perfume pasa a mis espaldas. Bebo mi café con el alivio de un condenado a muerte que descubre han desplazado su sentencia. No lo he mirado a la cara. No me he vuelto estatua de sal. Espero unos minutos antes de entrar a pagar. Cuando salgo, el perfume a higo languidece en la terraza. En la mesa, sobre el Corriere della Sera, ha dejado los guantes.