11 - abril - 19
en el tren a polonia
Un viaje algo sin rumbo hasta el momento. Veo pasar la campiña polaca camino de Cracovia, lúgubre y gris, y los cerezos grises y rosas y florecidos, y me pregunto el porqué de esta zozobra que no cesa desde que pisé Praga. Estoy harto del frío. Añoro el sol quemándome los hombros y el sudor bajando por la cuenca de mi espalda. Me pregunto quién en su sano juicio querría vivir aquí si no por azar de nacimiento, y tropiezo con mi propia inquietud, mi temple nómada, y veo que puede ser una trampa tanto como lo considero una ventaja. Exagero, sabes. Praga es hermosa y tétrica —y yo adoro lo tétrico— pero las manos se me entumecían del frío. En el Museo Kafka leí que Kafka en una carta evocaba a Praga como un par de garras maternales, clavándose en él, no dejándolo ir. Y comprendí.
Quizá la palabra justa para el estado de mis afectos sea: “alienación.” Pienso en James Baldwin en los Alpes, en cómo los niñitos de la idílica y remota aldea de Loëche-les-Bains, donde escribió Go Tell It on the Mountain, su primera novela, le coreaban en la calle: «Néger! Néger!» Solo experimenté una fracción de esa soledad, ese extrañamiento, pero de Praga me llevo dos sucesos que ja, cómo no, son enfurecida, apropiadamente irónicos.
Suceso A: en una discoteca cavernosa de Praha 6 un hombre eslovaco me asedió para tirarme una foto, puesto que yo era: “el primer negro que había visto en su puta vida.” No soy combativo y en general cobarde, pero andaba borracho y lo mandé a la mierda.
Suceso B: en un cine que pasaba Us, de Jordan Peele, un corillo de chamacos checos gritaba «nigger!» durante toda la película. Pocas veces me sentí tan alienado: la rabia me reconcomía en la butaca, pero en la sala vacía había, quizás, dos personas más, todas blancas, y era la una de la mañana, y temía que si los confrontaba, la situación escalase en mi contra. No me fui. Al contrario: me quedé hasta el final, comme on dit, tethered to my seat, la ironía de la situación un contrapunto a la película que, a decir verdad, resultó decepcionante.
14 - abril - 19
amán, jordania
—A quién más —quiso saber mi padre—, se le ocurre hacer tanta escala: ¿de España a Checoslovaquia, y de Polonia a Jordán?
—Checoslovaquia ya no existe, pa —dije—. Y a mucha gente, la verdad. Te sorprenderías. Es que los vuelos los ponen baratos. Imagínate tú en PR: cincuenta pesos, ida y vuelta, bin bun ban, y estás en Santo Domingo. ¿Qué crees?
—Coño —comenzó a decir, pero la videollamada se frisó.
Cumplió mi padre hace dos días. Mi hermano mañana. Ambos, dato curioso, comparten onomástico con el viaje inaugural del Titanic. O sea: el único y fatídico. Mi padre nació el 12 de abril, día en que el transatlántico entró en aguas profundas; mi hermano el 15, tres noches después, cuando el témpano se cruzó en su camino y lo rajó en dos como una barra de mantequilla.
Se lo cuento a Youssef, el dueño del hostal, y le hace gracia. Es un viejo alto, aguilucho, con un incipiente reumatismo que lo obliga a sentarse en una poltrona cuando no atiende la recepción. Habla mucho por un Nokia arcaico: no conozco árabe, pero por la parsimonia de su voz sé que no habla de trabajo; sí de fútbol o de lo que hacen sus nietas en la escuela, supongo. Con la misma parsimonia me pide que cierre la puerta de la cocina cuando arrecia el viento de agua. Las sábanas flamean en el cordel, desesperadas. Detrás de las sábanas, las siete colinas de Amán. Una es verde; las otras seis poseen las distintas tonalidades de un hueso dejado a la intemperie.
La cocina huele a hummus, menta y tabaco. Mariam, su nuera, prepara té para tres. Aunque soplo el borde de la taza me quemo, como siempre.
—¿Dónde puedo conseguir un keffiyeh así? —le pregunto a Youssef, con la lengua escaldada. Es hermoso, de un rojo achocolatado, lo utiliza de bufanda sobre una cazadora de cuero. Quiero comprarle uno a mi padre.
Un trueno le cruza los ojos. —No es un keffiyeh, es un shemagh. Y además, sería imposible, fue un obsequio del ejército—. Se giró en la poltrona para mostrar la insignia bordada en la espalda de la cazadora: JRAF, la Real Fuerza Aérea Jordana.
Me parece exagerada la respuesta, pero no quise insistir. —¿Fuiste piloto de combate? —pregunté en vez, genuinamente sorprendido.
—Fui —dijo—. En el nombre del Rey y de Alá.
17 - abril - 19
petra, jordania
Camino por el Siq, el desfiladero que sirve de entrada y salida a Petra. Se hace de noche. Alguna vez, desfiló bajo la ondulante piedra la masa viviente de una ciudad cuyo esplendor sorprendió de tal forma al emperador Adriano que la rebautizó con su nombre: Hadriane Petra. Un año antes, durante su travesía por Egipto, Adriano también puso nombre a una ciudad; así nació Antinoópolis, para recordar al amante que se mató o fue muerto o simplemente se ahogó en el Nilo, y acabó deificando junto al trono de Osiris. El culto a Antínoo se extendió por todo el imperio: de las islas británicas a las orillas del Danubio. Pero esos gestos acaban engullidos por la arena. En el año 138, Adriano moriría enfermo y deprimido; Petra y Antinoópolis, siglos después, dilapidadas, borradas de la memoria de la tierra. Hoy me acompañan los perros, los turistas.
Me siento diminuto. Recuerdo la película Paris, Texas, de Wim Wenders, esos paisajes vastos y desérticos, salpicados de luces intensas, de crepúsculo y neón. Paisajes donde la presencia humana sorprende y se vuelve un ancla. Veo las siluetas de los hombres beduinos moverse en la oscuridad, pájaros negros y maravillosos en sus caballos alados, y los comparo con la silueta de Harry Dean Stanton con su gorra roja y sucia, pájaro desesperado. Recuerdo las zancadas largas de sus pasos, su delgado cuerpo errante. Pero sobre todo, recuerdo lo que dijo: «Deseaba estar muy lejos… perdido en un vasto, profundo país donde nadie me conocía».
22 - abril - 19
En el viaje de regreso desde Amán sobrevolamos el Dodecaneso. Hubo turbulencia. Para calmarnos, el azafata anunciaba, con entusiasmo fingido, el nombre de cada una de las islas griegas, como si fueran canicas lanzadas por un gigante sobre un tapete de zafiro; como si desde esa altura se pudiera ir saltando de una en una hasta el puerto de Pireo: Rodas, Symi, Lesbos, Kos. Al otro lado, la costa de Turquía se explayaba en las ventanas, una cadena de manos abriéndose de par en par. Pensé en Cortázar, en el cuento “La isla a mediodía”, en la figura lastimosa de Marini, el azafata, extraviado en espejismos, mientras su avión se estrellaba en una isla del Egeo. Meses atrás, al comprar los boletos, había ponderado la posibilidad de encontrarme en una situación similar: despertado por la caída abrupta, el azafata lastimoso asegurando inútilmente de que tuviese abrochado el cinturón.
Pensé entonces en los círculos inesperados en los cuales nos topamos de golpe. Que la vida misma parece una ficción. O más bien, que la volvíamos ficción para infundirla de algún sentido. Pensé, además, en las truculencias de esta narración; los juegos de palabras, los desfases de tiempo, las lagunas de memoria. ¿Cómo tomar al pie de la letra lo que escribo? A mí mismo se me hace difícil, si la mentira es pieza fundamental de la escritura. En todo caso, no es lo que busco.
¡Muy bellas esas sábanas que flamean en el cordel, desesperadas!