1
La muerte no era un asunto doméstico hasta que di con el patio de casa. Fue el punto de encuentro más temprano que tuve con la violencia de la vida, nuestra frágil naturaleza. La primera pérdida fue el palo de acerola, que enfermó cuando tenía cuatro años y acabaron envenenando para derribarlo al suelo. Contemplar ese tronco disecado, cubierto de manchas blancas, y saber que ya no podría arrancar acerolas para comerlas con mi tía en la cocina me hizo entender que existía algo así como la finitud. Luego fueron los pájaros: tórtolas heridas que caían del cielo, zorzales rígidos e inermes, reinas moras que se asesinaban entre sí. Entonces tuve perros, y no era raro encontrar en la mañana una iguana destripada entre las toronjas podridas. Mi abuelo, podando la mata de amapola para que las iguanas se alejaran de la casa, sufrió un infarto y se rompió la clavícula al caer al suelo, sujetando entre las manos las tijeras de podar. Y mi abuela, tumbando naranjas con el palo de la escoba, casi pierde un ojo con un gancho desprendido sin aviso.
2
Desde niño tuve contacto con la muerte, la vejez, lo que no perdura. Me crié en casa de mis abuelos maternos, que tenían muchos hermanos: mi abuela, cuatro; mi abuelo, doce. Uno tras otro se iban de este mundo. Era un contacto casual, repentino, algo que me costaba discernir de otros sucesos cotidianos. Un día aparecía por casa un hermano de mi abuela en la flor de la salud y al otro día me enteraba que le había dado un derrame. «Se murió tío Cheo», decían. Yo lo aceptaba con naturalidad a mis cinco, seis años. Entonces iba a la funeraria y me encontraba con familiares desconocidos que exclamaban «¡qué grande está el nene!». Y me sacaba un chocolate caliente de la maquinita de café y lo bebía a sorbos en la capilla ardiente. A eso asociaba los funerales, a rostros disímiles, a chocolate de máquina, a la lengua quemada.
3
Luego aconteció la muerte de mis bisabuelos, un suceso extraordinario. Mi bisabuela tenía una herida en el pie y vino un gato y la lamió y ella murió de una infección. Era casi centenaria. Fue un velorio a la antigua, concurrido. En su casa en el barrio Las Cuevas se agolpó todo el pueblo de Loíza. Hasta vino el alcalde. Se hicieron calderos y calderos de arroz. Para aquella época tenía yo trece años y por primera vez vislumbré, definidamente, que la realidad rebasa a la ficción. Desde el segundo piso de la casa, mirando hacia abajo, el gentío era una marabunta hormigueando dentro y fuera de la marquesina y la calle una ristra interminable de carros soltando bocinazos.
Si mi bisabuela era casi centenaria, no era inverosímil pensar que mi bisabuelo rondara los ciento y diez. A veces lo veía meciéndose en el balcón, un anciano negro, negro, sin lamparones en las manos, y me parecía un ser incólume, alguien que pasó intacto los fogonazos de épocas difuntas e impensables. No cabía duda en mi mente de que sus abuelos habían sido esclavos. En todo caso, nunca se lo llegué a preguntar. El día del velorio de mi bisabuela, él, que estaba encamado, pidió que lo llevaran a verla. Y así se hizo. Mi bisabuelo la vio por última vez, tendida en el féretro. Lloró. Entonces regresó a la cama y se murió. Los enterraron juntos, uno al lado del otro, en el mismo cementerio de Canóvanas donde, casualmente, han enterrado a muchos de mis muertos.
4
Hubo, también, una mujer maravillosa, irrepetible, que yo quería mucho pero a veces me causaba miedo. Se llamaba Luz. Tenía el genio fuerte e indomable de mi abuelo materno, una risa de aquelarre y unos ojos como pavesas que niegan apagarse. Era capaz de una generosidad sin límites. Pero también de impiedad. Una vez me vio con las cejas marcadas y me miró fijamente y gritó ¡no te metas a maricón! y yo temblé porque pensé que se había dado cuenta. De ella se cuentan muchas cosas, como el viaje mítico a Europa que hizo con sus hermanas en los años ochenta, todas en la tercera edad, todas tercas como ella, un viaje que debió ser una osadía y una odisea. Se dice que cuando le robaron la cartera en un McDonald’s de París, salió embalada detrás del ladrón y estuvo a punto de entrarle a gaznatadas. Que, cuando una de sus hermanas se dobló el tobillo cruzando el Pont Alexandre, ella la cargó hasta la habitación del hotel, le dijo chau adiós y se amaneció por los tugurios de Pigalle. A sus ochenta y seis años iba por la vida como una tromba y yo pensaba que nada era capaz de ponerle freno a su vida. Hasta que una tarde se rompió la cadera.
Una trastada del destino quiso que terminara al cuidado de un convento de monjas. Para mi tía, una mujer que hasta entonces se valió de sí misma toda su vida, aquello debió ser la ofensa más grande que se le pudo conjurar, pero a mí me divertía la situación. Mi morbo de escritor. Tía Luz era díscola, y no se dejaba gobernar por las argucias de las monjas. La ponían a hacer ejercicio en el balcón y ella se negaba. Quería escuchar las noticias en su radio portátil y no la dejaban. Santa Teresa escribió que a una monja descontenta le temía más que a muchos demonios. Luz lo decía mejor: «Estas monjas son unas hijas de la gran puta.» La pasó fatal, aunque yo sinceramente no podía imaginar un lugar más apacible para convalecer. El convento estaba en la cumbre de la ciudad vieja, a la vera de un desfiladero de la muralla que daba hacia la bahía. Era un edificio de dos alas, blanco como una cigüeña varada, y el patio colindaba con la residencia de nuestros miserables gobernadores coloniales. Tenía una terraza balaustrada donde colgaban trinitarias, y puertas por todos lados, y el piso ajedrezado hacía juego con los hábitos que revoleaban de lado a lado el hálito a agua maravilla. En la segunda planta estaban las convalecientes, con las ventanas abiertas de par en par para que pudiera entrar el mar en los rincones más estrechos, y los televisores encendidos al unísono en la telenovela turca del momento.
Luego entendí que el tedio de estar postrada y tener el mar impávido en la ventana debió ser insoportable. Que en la vejez, el trasiego es una forma de distraer lo inevitable. Que sin las cuatro paredes de tu casa uno puede llegar a perderse. Algo se le fugó a mi tía allí. Se hizo menuda, flaca, senil. A los pocos meses una pulmonía la tumbó en una cama. Se recuperó, pero perdió el dominio de la realidad. Murió en un asilo, a dos semanas del huracán María, a pocas calles de la casa donde guarecí el cataclismo, sola, mi tía Luz, delirando en la oscuridad.
5
Un día iba con mi padre en el carro y señaló con un dedo a un terreno baldío cerca de la plaza de Loíza. Bajo la canícula, en un sofá desgarrado, con la cubierta de plástico deshecha, estaba un hombre sentado con una lata de cerveza en la mano. Era enclenque, barbudo, con la piel agriada por la intemperie y el alcohol. «Mira», dijo mi padre. «Es tu abuelo.» La imagen fue fugaz. Antes de eso, la única vez que lo había visto fue en el funeral de mis bisabuelos. Andaba, por supuesto, con su santo y seña: la lata de cerveza en la mano. Su presencia, me pareció, era tolerada, aunque prácticamente abandonó a mi abuela paterna —y a mi padre y sus hermanos— a su suerte. Pululaba en las afueras del velorio y así me lo imaginé en la vida de mi padre, una presencia pululante, mantenida a los márgenes. Entonces se murió. Mi padre, mi abuela paterna, la familia que había abandonado fue quién se encargó de enterrarlo. Nunca supe a ciencia cierta cómo sentirme.
6
Pero la muerte podía ser lenta, penosa. El Alzhéimer diezmó con la familia de mi abuelo materno. Primero fue la tía Rosita, una mujer alegre y vivaracha, cuya mirada paulatinamente se hizo distante y esquiva. Ella me llamaba Chayanne, porque de pequeño mi abuelo se empeñó con que yo aprendiera la guitarra (aunque Chayanne, es sabido, no toca guitarra). Un día no recordó más mi nombre. Para lo último se volvió un ovillo diminuto, arrugado como una pasa. Un feto. Lo mismo pasó con mi abuelo materno, un hombre difícil, con cara de indio. Fue realmente sorprendente verlo reducido al estado en que acabó. Se encorvó todo, las piernas, los hombros, la espalda. Un feto. Él se había portado mal con mi abuela y sus hijas, pero fueron ellas las que terminaron cuidando de él cuando se acercó el final. Y yo pensaba, qué vueltas que da la vida. Y mi madre decía: la vida da muchas vueltas. Murió en la cama de un hospital cuando cumplí los dieciocho. Atravesado por tubos. De camino a su tumba, cuando cumplió un año de muerto, y yo diecinueve años de vida, sufrí un ataque de pánico.
7
La muerte nos rodea, pero aprendemos a vivir con ella. A veces la olvidamos. Hasta que se acerca demasiado, se aparece como intrusa a desordenar nuestras cosas y luego nos ofende, nos repulsa. Entonces las rosas acaban por causarnos náuseas.
8
Algunos se preguntan porqué los muertos no se marchan con todas sus pertenencias. Pero quizá sea mejor así. Prefiero el tacón olvidado bajo la cama, las camisas aún prendadas de olor, gastadas de uso, los objetos inútiles de toda una vida desperdigados por la casa. Prefiero que el retrato en la licencia expirada al fondo de la gaveta me despabile por su terrible ordinariez. Prefiero tener conmigo la guitarra de mi abuelo, su guayabera espléndida que me pongo para las noches de juerga. Prefiero no encarar el vacío sin tener de dónde asirme. Brodsky así lo había dicho: «Lo importante es que sepas que andaré por ahí. / O más bien que un objeto inanimado podría / ser tu padre, más aún si acaso los objetos / son más viejos que tú, o más grandes. De modo / que vigílalos siempre: te juzgarán, sin duda. / Ama esas cosas, con encuentro o sin encuentro.»
9
Cuando la pareja de mi padre se quitó la vida, él amarró la última bufanda que ella se puso a su antebrazo, y la rociaba con su perfume todos los días. «Tú sabes que cualquier otro perfume la volvía loca», decía. «Le daba dolor de cabeza». Prometió que no se quitaría la bufanda hasta el ocho de febrero de ese año funesto, fecha de su cumpleaños. Y mientras hablaba o manejaba o veía una película la frotaba con los dedos y la desamarraba y la volvía amarrar, con fuerza, y yo veía cómo la carne de mi padre se marcaba.
Qué belleza de texto. Poderoso!
muchas gracias por leerme!